DISCREPAR ES PECADO. ELVIRA LINDO

DISCREPAR ES PECADO.
Lo que le ha pasado a la actriz Carmen Machi es un ejemplo de cómo en España se castiga siempre la libertad de criterio. Ella firma un manifiesto entendiendo que así expresa su voluntad de tender un puente con Cataluña y alguien se apresura a definirla como enemiga de un pueblo, aprovechando que la actriz representa en estos días un monólogo en el Teatro Lliure. No sé si a eso se le llama boicot, pero, dado lo caldeado que está el ambiente, animar a los tuyos a no acudir a un espectáculo por considerar a una cómica contraria a la voluntad popular se parece bastante.


Afortunadamente, Lluís Pasqual, el director del teatro, reaccionó y recondujo el asunto; dejando a un lado que la pequeña gran Machi despierta simpatías tan abiertas que tras el incidente ha conseguido que el aplauso del público se vuelva aún más cerrado. Pero este ejemplo nos debiera alertar de cómo el ambiente que respiramos se está volviendo más agresivo por momentos. La ira del desesperado, del que ha perdido casa o trabajo y derechos debe encontrar nuestra comprensión, pero qué legitimidad tiene el que trata de socavar la honorabilidad de otro simplemente por discrepar. ¿Discrepar es un delito? Si nos acostumbramos a que el país funcione a golpes de juicios tuiteros, sin medir el daño que provocamos, se convertirá en pecado. Un tribunal moral compuesto por ciudadanos iracundos con pocos escrúpulos y sin dos dedos de frente.

Lo novedoso del suceso Machi es que ha sido un cómico contra una cómica. Al menos, los artistas deberían ser más sensibles hacia lo solo o lo sola que se está cuando un grupo decide convertirte en chivo expiatorio de su maldita ira. Muchos hemos conocido en carnes propias la indefensión que se experimenta cuando eres tú el elegido. Hace ya unos años, tantos como 18, a Muñoz Molina (mi marido) el editor Julio Ollero le propuso que la nouvelle El dueño del secreto, que iba a publicar su editorial, se convirtiera en objeto de regalo para los primeros clientes de la FNAC, que en aquellos días abría sus puertas. Antonio accedió, sobre todo porque el editor era amigo y su editorial Ollero & Ramos tan pequeña como para que esa proposición le diera un empujón a su negocio. Pues bien, fueron muchos los libreros madrileños que considerando que la FNAC iba a acabar con el negocio de las pequeñas librerías (qué poco sabíamos todos del futuro que nos esperaba) decidieron ponerse manos a la obra y emprender un boicot: no contra la FNAC, ni tan siquiera contra el pobre editor, sino contra el autor. Contra el más débil. Algunos de ellos, incluso, quisieron dejar su sello para la historia de las hemerotecas escribiendo de su puño y letra una carta de advertencia: “Tus libros, querido amigo, han sido retirados de nuestros escaparates”. El tiempo pasó y también el arrebato boicoteador, incluso hubo quien de corazón pidió disculpas, pero nadie le puede borrar al autor el recuerdo de dos meses desoladores en los que se sintió señalado y expulsado de este santo lugar que para un escritor son las librerías.

No cabe duda de que los tiempos han elevado al cubo la posibilidad de que un grupo de gente presione a un solo individuo, y ya no se calibra lo que es perder la consideración hacia otro, perder el respeto, amenazar, amedrentar, acogotar. Son verbos que se practican sin medir las consecuencias, como si hubiéramos vuelto a ser niños chulos en un patio de colegio. Pero yo voy aún más lejos, incluso rechazo el boicot que se practica contra una empresa. Calificar el boicot al cava catalán como error político, por mucho que algunos políticos lo alentaran por lo bajini, sería ennoblecer lo que fue un acto colectivo de burricie que perjudicó a las empresas, a sus trabajadores y logró enmierdar aún más el ambiente, como si el tufo fuera algo de lo que anduviéramos escasos en España.

Y todavía voy más allá: ¿es lícito intentar que ciertos anunciantes dejen de publicitarse en un programa de televisión por mucho que el contenido sea éticamente discutible? Me refiero al boicot que el bloguero Pablo Herreros propuso a las empresas que se anunciaban en aquel programa nocturno de Tele 5 en el que entrevistaron a la madre del Cuco, uno de los implicados en el asesinato de Marta del Castillo. Dejando a un lado la simpatía que me puede provocar un bloguero que actúa en solitario contra un poder abrumador como el de Tele 5, no puedo dejar de preguntarme en qué se convertiría la televisión si dependiera del criterio moral de las empresas anunciantes: ¿imaginan ustedes que nos ofrecerían una programación de alto nivel cultural? Hay que ser muy ingenuo para creerse esa vaina. Si alguien tiene que poner freno a los desmanes legales, hay muchos otros organismos, como los dedicados a la defensa de los menores o de las víctimas, que pueden hacerlo, aunque no solo brillan por su ausencia cuando más se les necesita, sino que en muchas ocasiones van de invitados a las tertulias de sucesos.

Si hay una palabra que define la sensación del individuo ante la que se le ha caído encima es la de impotencia. Todo sucede sin que nos dejen ser partícipes, pero me aterra que se considere que el camino es una acción contra otro individuo. Y mientras, los malos, los malos de verdad, frotándose las manos.



FUENTE: EL PAÍS

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