DEMOCRACIA Y TRANSFORMACIÓN INSTITUCIONAL. ÁNGEL DÍAZ DE RADA


DEMOCRACIA Y TRANSFORMACIÓN INSTITUCIONAL

Oímos con frecuencia el argumento de que es necesario "regenerar las instituciones democráticas", y hay quien expresa el deseo de alcanzar una "democracia real" en países que, como España, cuentan de hecho con sistemas políticos formalmente democráticos. El supuesto central de la reflexión que ofrezco aquí es que ninguna reforma efectiva de nuestras instituciones democráticas se producirá sobre la base de estos deseos, en la medida en que se los entienda desde una óptica moral. Lo que nuestra democracia necesita no es una moralización de la política, sino un fortalecimiento de su arquitectura de representación, transparencia y control. Sin embargo, la expresión de esos deseos ha tenido la virtud de convertir los sistemas políticos democráticos en un renovado objeto de atención pública y, en muchos casos, también ha empujado a la formulación de medidas concretas de transformación institucional. Desoídas en general por los representantes políticos —tanto más cuanto más central es su posición en el dispositivo de toma de decisiones—, esas medidas, o al menos la simple intención de proponerlas, constituyen el único modo de transformar nuestras instituciones representativas sin ejercer la violencia. A quienes las proponen les honra su preocupación por el bien común, a quienes las desoyen les deshonra su contribución al deterioro general de la acción política.


Aquí recojo muchas de estas propuestas y añado quizás algunas nuevas, centrándome solamente en el problema de la representación política de la ciudadanía. Con los medios institucionales de representación ahora disponibles, nuestra sociedad ha de atender muchas otras urgencias de primera importancia. Pero es posible entender que esas urgencias, en su mayor parte referidas a la protección de derechos fundamentales, derivan en alguna medida de las deficiencias estructurales de un sistema de representación política que ha dotado a sus propios agentes de recursos para desvirtuar su recto sentido. Esas urgencias, traducidas en sufrimiento concreto de ciudadanos concretos, derivan del sistema representativo sólo en alguna medida, pues la capacidad real de decisión de los representantes políticos en los asuntos públicos es, hoy en día, extremadamente limitada. Poner de forma exclusiva en el punto de mira de las protestas a la mal denominada "clase política", contribuye de hecho al oscurecimiento de la situación real. Esta situación se ha producido —de un modo mucho más fundamental— como resultado de la acción de agentes del mercado, que han hecho valer sus visiones del mundo, sus intereses y sus intenciones de ordenación de nuestra convivencia, sin haber concurrido jamás a un proceso democrático de validación.

Sin embargo, hoy es imprescindible aclarar del modo más preciso cuáles han de ser las responsabilidades de los representantes políticos en un sistema democrático de derecho, y qué formas legales pueden establecerse para maximizar su cumplimiento. Sólo así será posible determinar unas condiciones mínimas de transparencia que permitan, tanto a los ciudadanos como a los mismos representantes políticos, discriminar entre las deficiencias ocasionadas por la acción ilegítima de los agentes del mercado y las deficiencias achacables a la negligencia o mala práctica intencionada de quienes nos representan legalmente. Y, lo que es más importante, sólo así será posible determinar en qué medida y de qué maneras ambos tipos de agentes cooperan para defraudar los contratos electorales que los representantes políticos han contraído con los ciudadanos.
Lo primero que hay que indicar en el camino de ese esclarecimiento es que una democracia no es un sistema moral, aunque —como cualquier otro sistema humano— se encuentra revestido en la práctica de principios morales.

Un democracia es un sistema administrativo formalmente instituido para maximizar dos situaciones de hecho. En primer lugar, con ese sistema se busca la recta representación de la voluntad política de una masa de electores a través de la acción de los representantes políticos, a los que han elegido. Esa representación, aún ejercida en su máxima rectitud, no es en sí misma necesariamente deseable, y sólo tiene sentido en la medida en que facilita la expresión de voluntades políticas y la gobernabilidad de comunidades políticas muy numerosas. La representación política sólo es un medio pragmático para alcanzar un fin de otro modo impracticable en sociedades relativamente grandes. Ese fin es que las voluntades de todos y cada uno de los ciudadanos que deseen expresarse entren, de alguna manera, en el dispositivo de generación de decisiones que afectan a la ordenación pública de la convivencia.

En segundo lugar, con el sistema de administración de las voluntades políticas que reconocemos como democrático se busca maximizar la igualdad de todos los individuos a la hora de hacer valer sus deseos de ordenación de la convivencia. Primero, al ser formulados como propuestas en programas electorales, y después al ser validados en la urnas.

Puesto que la democracia establece un inevitable vínculo entre representantes y representados, y puesto que esa relación de representación corta en la práctica el nexo entre los primeros y los segundos, el riesgo intrínseco fundamental de este sistema administrativo es que los primeros malversen o defrauden la relación de representación que han contraído con los segundos. Sin duda, el que un representante sea una buena persona en términos morales ayudará a mantener, al menos, una cierta preocupación por la recta representación. Pero la democracia no se transformará en una dirección aceptable, de ninguna manera, confiando en que los individuos que ostentan cargos de representación vayan a incorporar cualquier clase de principio moral. El único modo de transformar a mejor este sistema, en una sociedad tan numerosa como la nuestra, es establecer mecanismos claros y eficientes de conocimiento, control y sanción de la acción de los representantes, para evitar a toda costa el desvío de la representación cabal de la voluntad política de los electores. No se trata de educar en moral a los políticos, simplemente hay que expulsarlos del ejercicio de sus funciones al menor atisbo de fraude racionalmente fundamentado y percibido en su efectiva acción de representación. En este sentido, importa poco lo que los representantes crean o sientan, lo único que realmente importa es lo que hacen.

Un poder político democrático debería cumplir con estos cuatro objetivos mínimos.
(a) Representar con rectitud la voluntad política de los ciudadanos, considerados individualmente.
(b) Favorecer la información pública y el control del sistema de financiación y recompensas económicas que reciben los representantes, y ejercer ese control por medios jurídicos. Hay muchas razones para ello, pero de entre ellas destaca una básica. Sólo si la economía de la representación política es clara, es posible atender al principio de igualdad bajo el que todas las voluntades políticas de los ciudadanos deben ser amparadas. Toda conexión institucionalizada entre los diferenciales de capital económico y las diferencias en cuanto a recursos de movilización de ideas políticas es, en sí misma, ilegítima con arreglo a las finalidades fundamentales de la administración democrática.
(c) Favorecer el máximo control del cumplimiento del contrato de representación contraído con los electores, en la forma de un programa electoral. Esto puede conllevar costes en muchos sentidos, y especialmente en cuanto a la necesidad de una más frecuente movilización del electorado y de un compromiso más intenso del electorado con el sistema político general. Todos esos costes, sin embargo, serían compensados con creces al evitarse los costes reales que hoy asumimos debido al descontrol en caída libre del ejercicio de representación de nuestros políticos.
(d) Favorecer un sistema de asignación de representantes que, respetando el principio general de representación proporcional según el número de votos obtenidos, fuerce en todo caso a la negociación entre mayorías y segmentos menos mayoritarios. Este objetivo está, de nuevo, en íntima conexión con el principio de igualdad. Un sistema político que, como el democrático, aspira a maximizar la igualdad de todas las voluntades políticas, no puede contravenir esta aspiración esencial al excluir de la escena de las decisiones, de forma completa, a todas las voluntades menos la que ha obtenido la mayoría absoluta. Además, este objetivo se fundamenta en una razón profunda que se encuentra en el núcleo mismo de la administración democrática de la política. La política democrática no puede prescindir de la negociación, porque prescindir de ella es condenarse tarde o temprano, de un modo u otro, a la violencia que, como forma de acción política, caracteriza a cualquier otra forma de gobierno.

El sistema democrático aspira a representar voluntades del único modo racionalmente posible, asignándoles un peso proporcional al número de votantes; pero no puede hacerlo produciendo una exclusión total de las alternativas minoritarias del escenario de la negociación de decisiones que afectan a todos los ciudadanos. Es común oír decir al futuro presidente en la noche de la victoria por mayoría absoluta: "aunque me han votado unos, gobernaré para todos". Es una aspiración tan sana que exigiría el control de su estricto cumplimiento. Gobernar para todos significa simple y claramente gobernar estando obligado a oír al menos a unos cuantos, y a negociar con ellos de forma significativa. Si el sistema garantizase a ese ufano futuro presidente un estricto control de su obligación de negociar, no tendríamos que confiar en su personal carácter o disposición a hacerlo. Un sistema democrático que permite la formación de mayorías absolutas es, con arreglo a estos principios, un sistema ilegítimo.

Para alcanzar estos cuatro objetivos mínimos es imprescindible una separación completa entre el poder político y el poder judicial. Eso sólo se logrará eliminando toda conexión representativa entre los agentes de ambos poderes. Por eso, todos los tribunales del estado e instituciones directivas y de control de la judicatura sin excepción deberían ser, materialmente, en cuanto a la asignación de las personas que ocupan en concreto los cargos, completamente independientes del poder político. Dicho de otra manera, ninguna persona en posición de legislar o de ejecutar decisiones en funciones de gobierno debería tener autoridad designativa alguna de las personas que ocupan cargos en las instituciones del poder judicial. Éste es un principio necesario si se quiere lograr un control efectivo de la acción política, y es el único medio de evitar que los miembros de los tribunales operen, a su vez, como delegados del poder político. En todas las democracias formalmente instituidas, los políticos han intentado por todos los medios a su alcance desvirtuar o quebrar este principio hace ya tiempo establecido, porque siempre han aspirado, como hoy, a limitar los controles que garantizarían su subordinación a la voluntad de los ciudadanos. Sin embargo, una democracia consiste en el ejercicio de un poder que ha de estar preceptivamente subordinado a aquéllos sobre los que se ejerce. Y sólo una justicia independiente hace posible esa especial condición del poder democrático.

Todos los ciudadanos de un estado de derecho, en un régimen democrático, están obligados al cumplimiento de la ley, y esto debe aplicarse sin aforamientos ni excepciones de ninguna naturaleza. El derecho de aforamiento sólo tiene sentido en una democracia que, precisamente debido a sus defectos estructurales, debe proteger la libertad de canalización y expresión de la voluntad política de los representantes; pero en ningún caso se debe entender como un privilegio de excepcionalidad del que el representante dispone, a título personal, ante sus obligaciones legales. Cuanto más débil es la ordenación legal de una democracia, cuanto menos intenso es el control legal efectivo que se ejerce sobre los representantes, más necesario es recurrir a medidas excepcionales que contribuyan a su protección. Nada de esto es necesario en una democracia legalmente ordenada en todos sus extremos fundamentales, pues en este caso cada abuso ilegal de poder se encuentra estrechamente vigilado y contundentemente sancionado.

El poder político ha de estar estrictamente subordinado al poder judicial independiente porque ha de estar estrictamente subordinado a la capacidad de conocimiento y control de los ciudadanos, ni más ni menos. En un sistema democrático de esta naturaleza es inflexible el precepto de que quien ocupa una posición en la política ocupa una posición de parte, pero quien ocupa una posición en la judicatura ocupa la posición del todo, siempre y en todo caso. Y así, siempre y en todo caso, la parte ha de acatar los designios del todo.

Los actuales conceptos de "responsabilidad política" y de "dimisión", tan invocados por unos como ignorados por otros, son falaces con arreglo a estos principios. Nadie debería esperar, y, de hecho, casi nadie espera que los representantes políticos —elegidos por él o por otros— cumplan honesta y responsablemente con las funciones de su cargo. Todo lo que debemos esperar es que los representantes tiendan a hacer un ejercicio responsable, sólo en la medida en que el sistema institucional garantice los controles adecuados sobre su acción. Independientemente de las retóricas esgrimidas por los candidatos de los partidos políticos en el libre ejercicio de su libertad de persuasión, y de lo sueños y afectos que los votantes encarnan como seres humanos, un sistema democrático no debe basarse, bajo ningún concepto, en la confianza depositada en los representantes. Debe basarse en el estricto control cooperativo de sus acciones, exactamente como sucede en cualquier otra forma de contrato.

Por tanto, no cabe esperar que un representante dimita debido a su responsabilidad política, o que sus correligionarios lleguen a cesarlo de forma honesta. Simplemente, en el caso de que los indicios racionales apunten a que un representante ha incumplido alguno de los cuatro objetivos mencionados —que a continuación detallaré en medidas muy concretas— ha de ser imputado de responsabilidad penal por el poder judicial, y cesado inmediatamente en el ejercicio de su cargo, recibiendo posteriormente las sanciones correspondientes en caso de demostrarse la comisión efectiva de su delito. Un representante que defrauda cualquiera de esos objetivos no puede escudarse en el confuso concepto de responsabilidad política, porque, en una democracia legalmente ordenada, ese representante es llanamente un delincuente.

Que la imputación sea motivo de cesación inmediata puede parecer severo. Sin embargo, esa persona no será cesada en otra actividad que la de la recta representación de la voluntad política de los ciudadanos, una actividad muy especial que debe ser protegida con todo rigor. De nuevo, hay muchas razones que fundamentan este principio, pero sólo una de ellas es suficiente para valorarlo en su justa medida: ¿cómo puede alguien que ya se ocupará principalmente de defender a su propia persona representar adecuadamente los intereses de otros?

El fraude en la recta representación política debe ser un delito penal de vital tipificación en un sistema democrático de derecho. Y, con arreglo a las medidas concretas que propondré a continuación, veremos que es perfectamente tipificable.

Al desglosar los supuestos implicados en los cuatro objetivos mencionados es posible derivar algunas propuestas prácticas para la transformación institucional de nuestro sistema democrático. La mayoría de esta propuestas son tan claras y viables como para ser incorporadas sin dilación a los programas electorales futuros, de manera que, en relación con ellas, será muy difícil comprender la pasividad de nuestros representantes políticos y muy fácil sospechar que lo que buscan es aprovechar ilegítimamente su posición para desempeñar tareas que los ciudadanos no les hemos encomendado. Naturalmente, lo único que cuenta aquí es el sentido, la intención o, por decirlo así, el espíritu de las propuestas; y aunque en algunas de ellas indico con mucho detalle aspectos de instrumentación (como plazos, números o proporciones), estos detalles menores podrían ser alterados sin problemas en la práctica.

Sobre el primer objetivo: representar con rectitud la voluntad política de los ciudadanos, considerados individualmente. Vengo usando un término que merece aclaración: la recta representación. Es evidente que este término sólo puede expresar un ideal, pues ninguna representación puede ejercerse de forma perfecta. Toda acción producida en representación de otro (o de algo) conlleva una interpretación. Sin embargo, esto no quiere decir que sea imposible construir un sistema de disposiciones concretas que lleve al máximo permitido por las circunstancias el ideal de la recta representación. Ese sistema es posible, y en relación con él nuestro sistema democrático es manifiestamente defectuoso.

Un sistema democrático que aspire a perfeccionar la recta representación ha de ser flexible en la permisión de las necesarias interpretaciones pragmáticas del representante, en lo que se refiere a la voluntad política de sus representados; pero ha de ser inflexible en el objetivo de maximizar el ajuste entre la acción del primero y la voluntad de los segundos. El sistema debe corregir todo lo posible ese inevitable desajuste, permitiendo la gobernabilidad, pero impidiendo cualquier fraude innecesario de la recta representación.

En primer lugar, el sistema democrático debe impedir cualquier desvío de la función representativa hacia los intereses de cualquier sujeto, individual o colectivo, que no coincida de forma clara con la masa del electorado, o con una de sus partes, al haberse manifestado, en un proceso electoral, en relación con un programa electoral. Muy especialmente, debe impedirse el desvío hacia los intereses de reproducción institucional de los propios partidos políticos. Los partidos políticos deben funcionar, exclusivamente, como medios para favorecer la recta representación, y sus agentes deben ser forzados a aceptar, por medios legales, que su existencia sólo se debe a la existencia de voluntades políticas que les anteceden en todo. Sin esa coerción legal, es imposible que estas asociaciones humanas cedan en sus aspiraciones de reproducirse a sí mismas, con el menor coste posible, y de expandirse a escalas desproporcionadas.

En un sistema democrático cabe distinguir dos sujetos representantes, de los cuáles sólo uno ostenta genuinamente el poder efectivo de representación legítima. El partido político es el primero, un medio quizás imprescindible en sociedades masivas, pero no necesariamente deseable por el elector individual. La función del partido es enteramente instrumental y en él no radica genuinamente un poder material de representación efectiva, es decir, un efectivo poder de toma de decisiones sobre la forma de las leyes o sobre las acciones de gobierno. El segundo agente es el representante personal, la persona designada por el dispositivo electoral para ocupar un genuino poder de representación efectiva. Opere o no de forma colegiada con otros agentes, él debería ser el responsable claramente identificable de las decisiones políticas que moviliza, y quien debería estar expuesto a rendir cuentas en caso de incurrir en un fraude de la recta representación. No hay más complejidad en ello que la que introducen de forma espuria quienes buscan eludir sus concretas responsabilidades.

Un sistema democrático incorpora en su punto de partida una gran complejidad estructural, al tener que canalizar una ingente multitud de intereses, motivos y voluntades hacia un debate público matizado y controlado, y después hacia un delicado proceso de toma de decisiones. Pero, precisamente porque esa complejidad de partida es enorme, el sistema sólo puede ser transparente estableciendo unas pocas reglas claras, que puedan ser seguidas con el menor error posible y aceptadas de forma general. He aquí algunas sugerencias.

En primer lugar, se ha de garantizar rotundamente, y sin innecesarias complicaciones, que cada persona vale para el sistema lo que vale un voto, y que todos los votos de todas las personas tienen idéntico peso electoral. Esto ha de ser así para toda la comunidad política circunscrita bajo la autoridad del estado. Ninguna modificación de este elemental principio es admisible, salvo en lo que respecta a la regla de veto de mayorías absolutas, que desarrollaré más adelante.
En segundo lugar, el representante político genuino, el que ostenta un cargo de representación efectiva, ha de desarrollar su acción, en todo lo posible, solamente en relación con la voluntad de sus electores. Cualquier disposición que pueda alterar este principio ha de ser combatida con toda la fuerza de la ley. En la práctica, y dejando provisionalmente de lado las malversaciones enormemente influyentes motivadas por la interposición de los agentes del mercado, lo que ha de combatirse es la interposición de los intereses del partido en la acción de representación. Esa interposición, manifiestamente ilegítima, puede combatirse legalmente de diversos modos.

Antes de la elección, en el momento de la nominación de los candidatos que presentarán los partidos, éstos deberían ser obligados por ley a someter a escrutinio de toda la masa electoral a las personas que concurrirán en sus listas. Ningún partido debería arrogarse el derecho de gestionar su propio proceso de nominación, pues sólo los electores han de poseer la competencia de decidir quiénes podrán llegar a ser sus representantes, y, lo que es más importante, quiénes no podrán llegar a serlo.

En el momento de la elección, se puede ofrecer por ley a los votantes la posibilidad de realizar estas tres acciones: (a) Incluir en la urna una papeleta con la lista de un partido; (b) añadir por escrito en esa papeleta los nombres de candidatos de otras listas —en un número máximo fijado de forma general—, que, al ser añadidos, sumarán representación a esas listas, en función de los votos acumulados por esos candidatos individuales en la masa del electorado; (c) tachar como no elegidos a algunos candidatos de la lista de la papeleta —en un número máximo fijado de forma general—, que, al ser excluidos, restarán representación a esa lista, en función de los tachones acumulados por esos candidatos individuales en la masa del electorado. Este procedimiento funciona ya en la práctica con diferentes versiones, por ejemplo, en Noruega, y constituye un eficaz mecanismo de control de la composición de las listas. El motivo es que los partidos han de cuidarse de incorporar a aquellos candidatos mejor aceptados por los electores (incluso por quienes no elegirán su papeleta), y de excluir de antemano a los que sólo les ocasionarán un grave perjuicio electoral.

Después de la elección, el sistema debería incorporar medios legales para combatir dos situaciones: que un representante que concurrió por una lista pueda operar como representante de otra lista, durante el ejercicio de su cargo; y, sobre todo, que un primer representante que concurrió con la intención de ocupar una labor de presidencia ejecutiva sea sustituido por otro, incluso de su propia lista, durante el tiempo de su mandato. En caso de cesación por cualquier motivo sobrevenido de ese representante, que es hoy presidente ejecutivo de un gobierno, debería convocarse por ley un nuevo proceso electoral. La sustitución de un presidente por el vicepresidente formal de su gobierno debe estar claramente limitada a períodos de tiempo definidos, con una finalidad meramente funcional, pero nadie puede sustituir de forma permanente y representativa a una persona que concurrió a las elecciones con la intención de ocupar una presidencia. Esa persona no ejerce hoy —porque así lo quiso él mismo— un poder de legislar, sino un crucial poder de decidir medidas gubernamentales, por lo que en ningún caso su posición de representación equivale, para los electores, a la de cualquier otro integrante de su lista.

Sobre el segundo objetivo: favorecer la información pública y el control del sistema de financiación y recompensas económicas que reciben los representantes, y ejercer ese control por medios jurídicos. Este objetivo se divide en dos partes. Un conjunto de medidas legales afectaría a los partidos políticos, como representantes no genuinamente efectivos, y otro conjunto afectaría a los representantes genuinamente efectivos, es decir, las personas que, tras un proceso electoral, han obtenido ya un escaño en un parlamento democrático. Adicionalmente, este segundo conjunto de medidas debería arbitrarse, en estricta igualdad de condiciones, para los miembros del gobierno que sin haber concurrido a las elecciones han sido designados por los representantes políticos para ocupar cargos ejecutivos.

En relación con los partidos políticos, todas las medidas que voy a proponer implican una considerable reducción de su actual actividad y de los recursos que movilizan para ponerla en juego. Es preciso definir, en primer lugar, en qué tendría que consistir esa actividad, y sancionar legalmente a todo partido que excediera tales límites. La actividad de un partido político debería quedar legalmente restringida a dos tipos de operaciones: por una parte, el ejercicio de creación y difusión pública de programas de gobierno; por otra, la gestión administrativa de las listas electorales con las que concurrirán a unas elecciones.

En relación con esas dos únicas actividades, el principio de igualdad de oportunidades en cuanto a la movilización pública de las voluntades políticas de los electores fuerza claramente a considerar como beneficiario de la financiación pública al sistema de partidos en su conjunto, y no a cada partido con arreglo a circunstancias particulares generadas por su gestión anterior. Antes de concurrir a un proceso electoral, y en relación con ese proceso futuro, ningún partido —por abrumadora que haya sido su victoria en las pasadas elecciones— debería ser considerado como más representativo que ningún otro. Su competencia representativa se agotó por completo durante el período de mandato anterior y nada tiene que ver con el mandato subsiguiente. Ese partido fue representativo durante el concreto período de contrato programático con sus electores, pero ha dejado de serlo por completo en tanto los electores no hayan validado todavía su nuevo programa electoral. Por eso, antes de un proceso electoral, todos los partidos políticos, hayan o no concurrido con anterioridad a una elecciones, o hayan obtenido mayor o menor número de escaños en esas elecciones anteriores, deberían recibir exactamente la misma cantidad de dinero público para financiar sus actividades, restringidas legalmente.

Este fundamento aconsejaría crear un fondo estatal de dinero común operativo de cara a cada nuevo proceso electoral. Ese dinero se repartiría a partes iguales entre todos los partidos concurrentes a las elecciones, sin distinción y sin complicación de ninguna clase. Ese dinero público, aportado por todos los ciudadanos, debería destinarse al todo y no a las partes; y, recíprocamente, todos los ciudadanos tendrían la satisfacción de saber que lo que están financiando con su esfuerzo económico no es tal o cual opción política, sino el sistema democrático en su conjunto, al que fortalecen para obtener de él su fuerza común, la única que los une en una comunidad política con sus conciudadanos.

Naturalmente, ese fondo de financiación común podría nutrirse también de aportaciones voluntarias, cuyos efectos de desgravación fiscal tendrían entonces una verdadera legitimidad, en la medida en que su orientación hacia el sistema común habría tenido a su vez un carácter claramente redistributivo. Esa participación voluntaria debería ser concebida como una participación en el todo, y no como una compra de acciones de representación de intereses particulares.
Las cuentas de esa financiación deberían estar claramente fiscalizadas, los abusos sobre ellas sometidos a sanción penal, y todos sus movimientos públicamente accesibles a todos los ciudadanos en todo momento y sin solicitud previa. Ese dinero es de los ciudadanos, como lo es el de sus cuentas particulares, y por tanto, como con éstas, ellos siempre deben poder conocer todos los detalles. Y, en relación con esos movimientos contables, debería ordenarse legalmente que cualquier cantidad no utilizada por un partido en las dos clases de actividades que he precisado tuviera que ser devuelta intacta al fondo común del estado. Sería igualmente deseable que esa masa dineraria común fuera custodiada por un unidad de gestión del poder judicial, al estilo de los capitales que se detraen provisionalmente en concepto de fianza. Debería establecerse por ley la siguiente regla: ningún partido político puede ser propietario de ningún capital dinerario, estableciendo las necesarias regulaciones, con la mayor austeridad, transparencia y equidad posible, para sus bienes inmuebles, sus gastos de personal, y sus infraestructuras de gestión y comunicación.

En este sistema quedaría igualmente regulada por ley la imposibilidad de recibir los partidos dinero, bienes o servicios procedentes directamente de donantes ni patrocinadores de ninguna clase; así como la imposibilidad de recibir crédito y generar deuda particular en relación con ninguna entidad crediticia.

En relación con los representantes genuinos, las personas ya ocupantes de un cargo de representación y los miembros individuales del poder ejecutivo, todos ellos deberían recibir una remuneración pública idéntica durante el ejercicio de su cargo, sometida a una transparente comunicación pública, permanente y no solicitada, y fiscalizada por el estado. Esa remuneración debería ser suficiente y holgada para facilitar la dedicación exclusiva a las funciones de representación y gobierno, y debería ser retirada en el momento mismo de la cesación. Ningún representante ni miembro del gobierno debería recibir compensación adicional de ninguna clase procedente del estado, ni durante el ejercicio de su cargo ni después de su cesación.

Durante el ejercicio de un cargo de representación o gobierno, esas personas tendrían que ver impedida por ley la obtención inmediata de lucro, o de cualquier bien o servicio no aportado por el estado. Obviamente, esas personas mantendrían el derecho sobre el lucro generado por sus actividades particulares antes de su elección como representantes o de su designación como miembros de un gobierno. Mantendrían también su derecho sobre el lucro generado por sus capitales o empresas particulares durante su período de representación o mandato ejecutivo. Pero todo el capital destinado a incrementar inmediatamente el lucro particular del representante debería ser bloqueado por una entidad de custodia preferiblemente establecida bajo la autoridad del poder judicial, transitoriamente, durante el ejercicio del cargo. Ese capital sería reintegrado al representante en el momento de su cesación.

De este modo se generarían las condiciones para evitar que los representantes y los miembros de un gobierno pudieran hacer de la política un medio permanente de vida. Todo su beneficio se encontraría vinculado a la entrega al cargo, a la honra y el nombre público derivados de esa entrega. Y esa persona comprendería que sólo fuera del espacio destinado exclusivamente a esa entrega es donde le sería posible encontrar satisfacción a su afán de lucro particular. Cualquier político que en nuestro actual sistema declara poder demostrar que fuera del cargo ganaría más, en términos lucrativos, y que lo hace para justificar la necesidad de obtener de la actividad política al menos el mismo lucro que obtendría fuera de ella, es indigno del cargo que desempeña. Lo único que importa aquí es que, puesto que una democracia consiste en el ejercicio de un poder que ha de estar preceptivamente subordinado a aquéllos sobre los que se ejerce, cualquier agente político que participe en ella ha de tener clara su posición sacrificial. Crea lo que que crea en su interior, sienta lo que sienta, ningún político ocupante de un cargo en un sistema democrático tiene legitimidad para afirmar por una parte que su representación es genuinamente democrática, negando por otra parte que toda su persona, en sus dimensiones políticas, se debe a un cargo que sus votantes le han conferido. Esa persona, en el ejercicio de su cargo, no tiene derecho a poseer intereses particulares, o, dicho de un modo más eficaz, el sistema de derecho debe impedir por todos los medios legales a su alcance que los tenga; y si un juez independiente llega a sospechar con indicios racionales que los tiene, esa persona debe ser inmediatamente expulsada del sistema democrático.

Debería ampliarse por ley la regulación de la transparencia en cuanto a los ingresos de los representantes y miembros del gobierno. Anualmente, durante el ejercicio de su cargo, el estado haría pública sin previa solicitud, para cada político particular: (a) el volumen de ingreso en concepto de remuneración estatal recibida por ejercer el cargo; (b) el volumen de ingreso generado por su actividades y capitales previos o en curso, custodiado temporalmente por el poder judicial, y a reintegrar en el momento de la cesación; y (c) la declaración de la renta detallada.

Hemos oído decir a algún expresidente del gobierno que, si las condiciones se endurecen tanto (refiriéndose a unas condiciones mucho más permisivas e ineficaces que las que estoy planteando aquí), entonces nadie querría dedicarse a la política. Es una opinión interesante, que merecería un contraste empírico. Lo que ya está contrastado, y bien contrastado, es que cuando la condiciones no ofrecen extremas garantías los políticos tienden a ignorar quién los ha puesto ahí y para qué lo ha hecho. No se trata aquí de los grandes fraudes que reconocemos como casos de corrupción, y que, presentados y aceptados como casos especiales, nos impiden vislumbrar el verdadero fondo de la cuestión. Se trata de la necesidad de transformación de un sistema que, aún funcionando bien, está funcionando mal, porque ofrece a los políticos márgenes de acción incontrolada de los que ningún otro ciudadano goza en su vida ordinaria. Ciertamente, no todos lo políticos son corruptos, o, dicho de un modo menos tendencioso, sólo unos pocos lo son; pero todos ellos tienen frecuentes oportunidades para corromperse sin cargar por ello con las merecidas consecuencias penales. Este sistema en el que estamos envueltos ofrece todas las garantías a los indecentes, y, de seguir así, los atraerá de forma creciente.

Sobre el tercer objetivo: favorecer el máximo control del cumplimiento del contrato de representación contraído con los electores, en la forma de un programa electoral. El primer candidato de la lista que ha accedido a la presidencia del gobierno debería estar forzado por ley a emprender, como primera acción ejecutiva y en un breve plazo, la redacción de un documento que se haría inmediatamente público a toda la ciudadanía, con los siguientes contenidos. En primer lugar, ese documento debería contener un plan detallado de su proyecto de acciones de gobierno con un cronograma a un plazo de años vista. En segundo lugar, en ese plan debería concretarse la autoría en cuanto a la propuesta de cada medida, con la explicitación del nombre de los miembros del gobierno que la firman y que se harán responsables de su ejecución, con un máximo de nombres limitado y fijado por ley. En tercer lugar, se debería especificar a qué punto o puntos de qué programa o programas electorales concurrentes en las elecciones corresponde cada medida.
En el caso de medidas imposibles de programar con tanta exactitud en ese primer documento, se debería explicitar al menos la intención de emprenderlas en el plazo de mandato del gobierno. En estos casos, el gobierno reeditaría el documento inicial tantas veces como fuera necesario a lo largo de su mandato, siguiendo las mismas reglas que he indicado en el párrafo anterior.

Para el cumplimiento de este tercer objetivo sería necesario crear en el poder judicial un tribunal encargado de evaluar formalmente la atingencia de ese documento de objetivos a esos requisitos de explicitación, planificación temporal y autoría, así como el curso de su cumplimiento efectivo en la acción de gobierno. Debería establecerse para ello una regla clara y general sobre el porcentaje de objetivos cumplidos considerado como necesario para poder continuar en las funciones de gobierno. Al término de los tres primeros años de mandato, el tribunal estaría obligado a emitir un informe validando justificadamente la acción del gobierno. En caso de un informe negativo, el tribunal tendría potestad para producir la cesación inmediata del gobierno y para hacer ordenar la convocatoria de un nuevo proceso electoral, con la excepción que indico al final del siguiente párrafo.

Adicionalmente a ese necesario mecanismo de control, el sistema debería garantizar el cumplimiento del principio de recta representación en lo referido a los contenidos legislativos y ejecutivos, por lo que debería arbitrarse por ley un dispositivo directo de evaluación del seguimiento de la acción del parlamento y del gobierno. Obligatoriamente debería institucionalizarse la celebración de un referéndum vinculante, convocando a toda la masa del electorado al término del tercer año de mandato. Independientemente de la complejidad de sus contenidos, ese referéndum establecería de forma clara el criterio de validación del electorado. En caso de una negativa del electorado, el poder judicial tendría potestad para producir la cesación inmediata del gobierno y para hacer ordenar la convocatoria de un nuevo proceso electoral, incluso si el veredicto de su propio tribunal de control hubiera sido positivo. En caso de una validación positiva del electorado y negativa del tribunal del poder judicial, el gobierno podría continuar ejerciendo durante un año más.

Superados los dos mecanismos de validación, el gobierno podría seguir ejerciendo durante tres años más, hasta el término de un mandato máximo de seis años.
Sobre el cuarto objetivo: favorecer un sistema de asignación de representantes que, respetando el principio general de representación proporcional según el número de votos obtenidos, fuerce en todo caso a la negociación entre mayorías y segmentos menos mayoritarios. Todo primer candidato presentado por cualquiera de las listas que concurren a unas elecciones debería ser forzado, por ley, a concurrir a un solo proceso electoral. Esto contribuiría al necesario dinamismo de presentación de candidaturas de los partidos políticos, a la renovación de sus ideas y de sus estrategias, y sería un elemento más para hacer efectivo el principio de que la política no puede ser concebida, en un sistema democrático, como un medio permanente de vida.

Por ley, una elección habilitaría al primer candidato de una lista que hubiera alcanzado la presidencia del gobierno para ejercer su cargo durante un período máximo de seis años.

El sistema debería vetar por ley la formación de una mayoría parlamentaria absoluta, en poder de una sola lista concurrente a las elecciones. Esto podría lograrse fácilmente por medio del algoritmo en la asignación de escaños, como consecuencia del recuento electoral. Por ejemplo, podría hacerse un primer cómputo proporcional que permitiría conocer ya qué lista ha sido la más votada y en qué orden habrían de quedar las siguientes. Esa representación proporcional, en cuanto al orden de la listas, debería mantenerse intacta hasta el final del proceso. Si, como resultado de ese cómputo, la lista más votada obtuviera una mayoría absoluta, se le detraerían por ley todos los votos restantes desde su condición de minoría mayoritaria hasta la condición de mayoría absoluta. Ese resto de votos se repartiría a continuación entre todas las listas que hubieran obtenido representación (incluida la más votada). La proporción de reparto de esos votos entre el conjunto de las listas con representación, o la fijación de horquillas para establecer matices en esa regla de proporcionalidad, debería ser fijada por ley, con carácter general para todos los procesos de recuento electoral.

Es evidente que un procedimiento de este tipo tratará injustamente, en términos de peso representativo, a los electores que hayan sumado sus voluntades en la lista electoral victoriosa por mayoría absoluta. Sin embargo, todos los ciudadanos en un estado democrático deberían estar forzados a reconocer por ley que el beneficio conjunto del sistema, y, en concreto, de todos sus votantes individuales, ha de estar siempre por encima del beneficio de una parte de los votantes, por muy abrumadoramente numerosa que sea esa parte. Dicho en otros términos, si entendemos que una sociedad que se ha dotado de un sistema democrático de derecho es una sociedad de personas conscientemente vinculadas en el conflicto de sus intereses, la unión y la fuerza de su vínculo sólo puede salvaguardarse cabalmente concediendo una clara prioridad a la acción de negociación, porque sólo esa acción da solidez a ese tipo de vínculo.

En la práctica, impedir la formación de una mayoría parlamentaria absoluta conllevaría además una indudable ventaja para todos los votantes, considerados individualmente. Su cálculo electoral no consistiría ya en impedir a toda costa que otros gobiernen con una mayoría absoluta, sino en ofrecer la mayor fuerza negociadora a su opción política preferida.

Todos los principios, objetivos y propuestas prácticas que he planteado en este texto se han centrado en las instituciones más incluyentes del poder democrático del estado: su parlamento, su gobierno, y, de un modo muy breve pero esencial, su poder judicial. El sistema democrático sería aún mejor, en su conjunto, si estas transformaciones institucionales se extendieran a todas las estructuras de la autoridad política, incluyendo las municipales. En principio, no encuentro ningún impedimento formal para que se produjese tal desarrollo.

Escribo estas líneas en el día de Reyes y compruebo al repasarlas que mi escrito bien podría ser entendido como una carta personal a sus Majestades de Oriente. En ello radica su valor. Ilusionamos a nuestros niños con la creencia de que su buen comportamiento, juzgado por los Reyes Magos y no directamente por nosotros como padres, les hará depositarios del mayor bien que un ser humano puede recibir: un regalo, un don. Así van aprendiendo que la evaluación de su comportamiento moral no radica ni en su propio juicio ni en el arbitrio de sus padres, sino en un tercer poder independiente de ambos. Más allá de sus inevitables (y deseables) diferencias, ese poder los une para crear juntos la institución de su vínculo. Ésa es la esencia de un sistema democrático de derecho.

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