LAS FIESTAS SALVAJES. TEODORO LEÓN GROSS

LAS FIESTAS SALVAJES
Tordesillas es una ciudad encantadora, una postal que se estampa en la retina del viajero al cruzar el puente medieval sobre el Duero ante la silueta de los palacios del Tratado, la torre de San Antolín, el Monasterio de Santa Clara con el eco de la Batalla del Salado… La gente allí es amable, cordial más allá de la sobriedad castellana; se puede hablar del vino de la tierra o de los viejos reyes sumándose al tempo lento de su plaza mayor. Y cada año un martes de septiembre, tal como ayer, celebran la fiesta del Toro de la Vega, un rito brutal donde cientos de vecinos cercan y alancean cruelmente al animal hasta matarlo. España negra en estado puro durante unas horas; retorno atávico a lo peor del ADN. Los tordesillanos defienden su fiesta con ardor, persuadidos de que es una maravillosa tradición milenaria que debe protegerse.

Una vez más la tradición sirve de burladero, bajo un supuesto poder taumatúrgico, para justificar la barbarie. Eso sí, la literatura no blanquea la realidad. Se denomina torneo, pero es un linchamiento; se habla de respeto al toro, pero es maltratado; se exalta la nobleza pero en definitiva son cientos de tipos enfervorizados persiguiendo a un animal hasta hacerlo morir a lanzadas. Otra deliciosa estampa de la Marca España que un año más circulará por las redes provocando un horror de hecho universal: el maltrato gratuito de un animal para divertirse.
 
Toda fiesta tiende a ser en sí misma una consagración del exceso. De los sanfermines a los carnavales se da ese ‘exceso tolerado’ (Freud). Claro que esto no debería ser una coartada para todo, y en particular para renunciar a cualquier huella ética. Por supuesto siempre habrá quien apele a la excepcionalidad de la fiesta, y al parecer maltratar a los animales va en ese paquete. El rastro de la barbarie no desapareció eliminando el lanzamiento de la cabra desde un campanario de Zamora o la pava de Cazadilla; ahí queda el Toro de San Juan en Coria, la machada de los gansos decapitados de Lekeitio o el apedreamiento de Judas. No hace falta ser ‘Il Poverello’ San Francisco para ponerse en la piel de los animales, y tampoco se trata de creer que van al cielo, como Stevenson esperaba de sus perros. Es una idea básica en la modernidad formulada por Kant: se puede juzgar a las personas según el trato que dan a los animales. Eso vale para toda la sociedad. La coartada de la tradición medieval si acaso le servirá a quienes estén dispuestos a seguir en la Edad Media. Ya es acojonante que en el franquismo se acabara por prohibir el Toro de la Vega ante el estupor provocado por un reportaje del No-Do, aunque se recuperase en los setenta, pero en democracia no haya bemoles. Los grandes partidos apoyan el rito salvaje por cálculo electoral. En fin, no todo su prestigio podía proceder de la corrupción.

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