¿QUIÉN SOY? FERNANDO GARCÍA DE LA CRUZ ÁVILA


¿QUIÉN SOY?
Al ritmo de mis inconexas pisadas, el piso del paseo marítimo refulgía como una diamantina perla negra proyectando hacia mis ojos los cadenciosos rayos solares que ondulaban en la tarde estival. Antes de emprender mi búsqueda, había decidido calarme, al estilo sureño, mi sombrero florido sobre la sudorosa cabellera.

Por si fuera poco, lo acompañé con mi camisa estampada más llamativa y la que tenía las mangas más estrambóticas. El atuendo de explorador urbano lo completé con unos vaqueros descoloridos y mi reloj sin agujas; la estampa era como poco curiosa.

Pasé junto a un anciano con barbas, que subido a una caja de botellas y alisándose la toga, discursaba acerca de Dios, el Amor y la Ley. No le hice excesivo caso porque tenía centradas mis miopes pupilas en la tienda, escondida y modesta, que esperaba agazapada en un flanco de la senda peatonal a un par de tractores de distancia. Había recorrido muchos establecimientos aquella tarde buscando respuestas, pero en todos había fracasado. Mas en el último, una pajarería sin pájaros regentada por un hombre con las dos patas de palo, me comentaron la existencia de un rinconcito que podía ser de mi interés. Se llamaba Antigüedades y pasas.

Por fin, tras varios kilómetros y tras haber cruzado un par de veces la línea del horizonte, me encontraba frente a la puerta, de madera noble y abridor dorado, que llevaba al interior del local. A los lados había dos pequeños ventanucos rojos de cristal opaco y denso. Me despedí de los rayos solares y la brisa vespertina y me adentré girando el pomo que crujió como si arrastrase toda una estantería. Lo último que vi del exterior fue un par de niños que volaban una cometa, endiabladamente alto, con forma de insecto mutante o mariposa pasada por alguna historia de Lovecraft. El interior era neblinoso y no parecía muy espacioso. Los haces de luz procedentes de los ventanucos jugueteaban mostrando a intervalos las paredes atestadas de libros y objetos antiquísimos.

Otros estantes más pequeños guardaban cofres, canicas, mapas y extraños mejunjes como pócimas o extractos de hierbas medicinales. Me acerqué al mostrador y me toqué el sombrero en señal de saludo ante la atenta mirada de la dependienta, una mujer baja y rechoncha, de cara afable pero enigmática, que rondaría los noventa años y se peinaba con una lacia melena blanca impoluta. Sin andarme con rodeos, le pregunté si ella conocía la naturaleza de mi verdadero ser.

Puso una cara asombrada. Me respondió con una negación. Una parte de mí me decía que aquella mujer pensaba que estaba loco, pero otra, más poderosa, me azuzaba para que indagase hasta que la anciana confesara. De tal forma, volví a pedirle que me dijera quién era yo en realidad. «¿Quién soy?», le espeté. Le conté que llevaba toda la tarde buscando una respuesta y en varios sitios me habían informado de que ella sabría cómo arreglar mi problema. Se quedó mirándome fijamente. Tenía una expresión medio cautelosa, por primera vez me di cuenta de que sus ojos eran de un blanco más intenso que el pelo y no tenía pupilas ni iris.

Un nervio inquieto sacudió la base de mi espalda activando una gota de recelo que se escurrió bajo el sombrero hasta la base del cuello. Su mano silenciosa recorrió el mostrador para acabar accionando un timbrecillo demasiado agudo. De la trastienda se materializó un esqueleto amarillento con una calavera excesivamente voluminosa. Al colocarse junto a la anciana, la luz del local se volvió rojiza. Estuvieron parlamentando en susurros largo rato. Las pocas palabras que oí me parecieron incomprensibles, no procedían de ninguna lengua conocida por el hombre.

La tonalidad rojiza lo invadía todo. Finalmente, las dos figuras callaron y la anciana me indicó que tal vez podían atender mi petición, pero debía permanecer muy quieto, en silencio. La señora se sentó y con los ojos cerrados entró en un estado de trance que no le impedía proferir un canto gutural y oscuro. Era una invocación. Por unos momentos no ocurrió nada hasta que el esqueleto sin dientes se giró sobre los huesudos talones y quedó a pocos centímetros de mi aterrorizada cara.

Abrió su boca y empezó a proyectar imágenes que se materializaban irrealmente ocupando el aire de la angosta tienda. Eran imágenes sensoriales, visiones dinámicas de otras realidades lejanas y paralelas, del futuro y del pasado, de la luz y la oscuridad, de mi verdadera esencia y fragmentos oscuros de mi psique. Pude ver muchas cosas y no las recuerdo todas.

Vi prados secos, banderas desgarradas, cárceles sin celdas, payasos bailando en cementerios, árboles quemados, jueces decapitados, leones comiendo reyes, camiones persiguiendo nubes, cocodrilos con astas y cuernos, sarcófagos repletos de hortalizas, ministros sin coches que iban a caballo, hombres sin lengua que cantaban quedamente, tractores, montañas derrumbándose, serpientes y escorpiones, desiertos junto a lagos, estrellas de mar dotadas de seis brazos, una luna más grande que el sol, camellos muertos de sed, torres que no podían ser escaladas, gallos dormidos al alba, mendigos comiendo en las mesas más exquisitas, letreros para no pisar el césped, un meteorito perdido en la inmensidad del espacio vacío, una torrencial lluvia de fuego, un limonero que daba naranjas, un actor de comedia que hacía llorar, un pianista que tocaba la flauta, un barco que no flotaba, un camino que no llevaba a ninguna parte, un laberinto en el que nadie podía perderse, un castillo sin muralla, un abanico para combatir el frío, una feria sin luces, farolas encendidas de día y rocas con trajes de directivo en medio de una oficina de negocios.

Ante mis ojos fueron presentadas infinidad de aberraciones que mi mente ha recluido a la parte más profunda de mi subconsciente. Y aquella tarde, no recuerdo cuándo exactamente, decidí que ya tenía bastante, ya sabía quién era, y abandoné la niebla roja intensa, dejé atrás a la anciana con ojos blancos y a su huesuda compañera, y me perdí corriendo por el negro paseo diamantino mientras las flores de mi sombrero mal puesto se secaban químicamente de igual modo que si hubiesen contemplado cara a cara la verdadera naturaleza de la muerte.

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